Hace muchos años, en un lugar lejano existió una brillante familia muy religiosa y adinerada, que cuando se aproximaba la fiesta de “día de muertos”, esperaban ansiosos para festejar, con comida exquisita y el vino más caro que había.

 

Toda la familia se regocijaba con la celebración. Todos menos una linda doncella que no creía que los muertos llegaban del más allá en un día destinado para esperarlos.

 

En su afán por demostrar que no era verdad lo que todos creían, decidió ir a un bosque cercano donde había un hermoso lago con aguas azules y cristalinas, que se creía que era el portal del mundo de lo muertos.

 

Ahí esperó durante toda la noche para probar que los fieles difuntos no regresan después de la muerte. Cuál fue su sorpresa cuando a media noche comenzaron a aparecer diferentes luces de donde descendían almas, dirigiéndose al camino que llevaba al pueblo en el que habitaba.

 

 

La joven arrepentida de no haber creído en el día de muertos durante tantos años, frente a esas hermosas aguas realizó una promesa: que el último día de la celebración se arrojaría al lago como sacrificio, esperando así poder acompañar a los muertos hasta su destino.

 

Aún sin poder creer lo que había visto se dirigió de regreso al pueblo, convencida de que los muertos regresan para convivir con los vivos. Llegando a casa ayudó a poner la ofrenda con los manjares más deliciosos que acostumbraba degustar su familia y por primera vez celebró junto a todos la festividad.

 

El día 2 de noviembre a las 12:00 de la noche, así como lo prometió, salió de su casa con la ropa más elegante que tenía, usó un hermoso vestido y un sombrero espectacular, caminó entre las calles del pueblo hasta llegar al lago y se arrojó.

 

La joven no tardó mucho en morir ahogada pero cumplió su cometido: acompañó a todas las almas de regreso al más allá.

 

Desde ese día la gente del pueblo la nombró “La Catrina” y se comenta que cada año vestida de gala regresa para guiar a los nuevos habitantes del mundo de los muertos.